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viernes, 12 de abril de 2024

Vademécum. (Audio)

 

Vademécum. (En Hoy por Hoy León, 12 de abril de 2024)

    Por un capricho de los gérmenes me oyes hoy con esta voz mocosa, bendito malestar. Siento que esta posibilidad que me da mi naturaleza de saberme enfermo es el modo en el que la propia naturaleza, en general, me advierte de la necesidad de estarme quieto, la conveniencia de que me quede quieto para el modo en el que deben fluir los acontecimientos en los próximos días. Y dirás, ¿qué narices es eso que dices que va a ocurrir en los próximos días? Pues verás, no tengo ni la más remota idea. Es más, entiendo que es imposible saberlo, pero sí que me doy cuenta de que hay una campanita interior que me manda parar. ¿No te ha pasado nunca? No, claro, tú no puedes parar. Como dice Héctor Escobar, nadie puede parar. El caso es que yo me vuelvo a buscar en los entresijos del rastro de los pañuelos de papel que voy dejando por donde paso y veo una señal que me acompaña. ¡Chico, para!

    Y como resulta que ya hemos dicho que no hay nada en la naturaleza que sea ajeno a todo lo demás, ese “para” que me grita mi cuerpo es tu parar, pese a la aceleración implacable de los días, pese al modo en el que trabaja el escáner de situaciones mirando por debajo de lo que pasa. Ese no poder parar. A mi madre le pasa. Si hubiera nacido en este tiempo, su condición habría tenido un nombre, unas siglas exactas que la habrían marcado y eso que, como dijo la directora del Bellido en el acto de celebración del quincuagésimo aniversario del centro, “las etiquetas se despegan”. Y es verdad que no hay nada como despegar etiquetas cuando hablamos de personas. ¿Ves? Ya estoy otra vez con ese runrún que no puede parar. Y el caso es que quiero detenerme en este sol de primavera que me ha puesto malo, que eso decía mi padre, que estos cambios de temperatura tan bruscos son los que te enferman.

    Parar en un momento hermoso. Pon por caso esa foto del miércoles en El Albéitar, en la presentación de Ese chico de la radio; pon por caso las voces de Los Modernos, presentando una canción que se llama Ese chico de la radio; pon por caso las palabras afectuosas de Joaquín Revuelta, poniendo en valor un libro que se llama Ese chico de la radio. Parar en un momento hermoso es mirar todo lo que va con uno, ese vademécum que nos acompaña. Lo que camina conmigo, ¡qué etimología más bonita para esa palabra en la que está escita la sanación! Todo eso que va conmigo, lo que meto en el cartapacio que contiene los papeles de la escuela, el libro ligero y manejable que llevo conmigo para consultar cuestiones fundamentales. Esas que no se encuentran en las búsquedas de Google, esas que están escritas entre risas y lágrimas, esas que llevamos en la carpeta de cartón azul de gomas atadas en las esquinas, que se nos ven por debajo de cada mirada, que son el libro que contiene todas las medicinas.

    Ese es el vademécum que me dice “para” y “cuídate” y “descansa” y “deja que te quieran”.

viernes, 5 de abril de 2024

Vade retro. (Audio)

 

Vade retro. (En Hoy por Hoy León, 5 de noviembre de 2024)

    No sé si has visto Una pastelería en Tokio, una película de dos mil quince que habla de la exclusión, de los estereotipos, de los prejuicios, de ese modo en el que los humanos separamos a otros humanos por razones que son de todo menos razones o por razonamientos irracionales, que me parece que es completamente el caso. Y lo rápido que se extienden los rumores, y lo fácil que nos resulta dar por ciertas verdades que no lo son o que podrían no serlo.

    Hasta el dulce más delicioso puede resultarnos repugnante, si nos dejamos llevar por la marea de la indignación. He tenido la tentación de contarte lo que pasa en la película, pero lo voy a dejar así, por si te entraran ganas de verla, para que te pille de sorpresa, aunque te puedo adelantar la belleza de los cerezos, las imágenes de una Tokio de calles estrechas, la sensibilidad del ritmo lento de la belleza. Y algunas frases que se caen como de los árboles, bajo la hipótesis de que todas las cosas que hay en el mundo tienen algo que contar: “¿Sabe jefe? Hemos nacido en este mundo para verlo, para escucharlo. No importa en qué nos convirtamos. No hace falta ser alguien en la vida. Cada uno de nosotros le da sentido a la vida de los demás”.

    Me parece que esa comprensión de la universalidad del cosmos es la belleza misma de la vida y por eso señalar la diferencia es cerrar los ojos a la realidad más evidente, la de que todo es uno y uno es todo, la de que me reconozco en los otros, como me veo en cada hoja del cerezo que de un día para otro ha perdido la flor y en cada insecto insignificante que alimenta la vida y hasta en el virus que te tiene sin voz y con fiebres. Siento que esa es la lección fundamental, la de la igualdad en la diferencia, y me paro una vez más en la perplejidad paradójica que desde siempre me detiene: ¿debemos ser tolerantes con la intolerancia? Mi amigo de La Vecilla me habla muchas veces del horror de la tibieza y entiendo su posición y creo que es verdad que debemos defender nuestras ideas. Es solo que ese vade retro, el rechazo visceral y compulsivo, no me gana como el abrazo generoso. 

    Va a ser que soy un hombre blandengue que llora cuando se emociona viendo películas sentimentales; va a ser que disfruto del gozo de abrazar a quien me hace daño, que me siento en la necesidad de incluir a los otros incluso en la diferencia más extrema, aunque eso no me impide pensar lo que yo pienso, sentir lo que yo siento y entender que tengo razón y por eso digo lo que digo y te cuento que esa película japonesa me recordó otra más antigua, una de dos mil ocho que se titula Despedidas y que me hace llorar cuando la veo, porque hubo un tiempo en el que no existían cartas y las personas se expresaban sus sentimientos unas a otras utilizando la forma y el tacto de las piedras y las piedras, sobre todo las piedras, están ahí siempre para asegurarte que el mundo existe y que hay una mano en la que cabe la tuya. El día nueve, en Armunia, el IES Antonio García Bellido celebra cincuenta años de educación soñando en plural. Una piedra sólida en la que apoyarse. ¡Vade retro, intolerancia!

viernes, 22 de marzo de 2024

Ad infinitum. (Audio)

 

Ad infinitum. (En Hoy por Hoy León, 22 de marzo de 2024)

    Me enteré este miércoles de que se investiga a una persona por hacer cortes en el tejo de San Cristóbal de Valdueza. No sé si has estado alguna vez en San Cristóbal, si has tenido la oportunidad de estar en el entorno de este árbol milenario, que te acoge con su serenidad del tiempo que duerme entre sus ramas; si es así, entenderás que te diga que al ver las imágenes de los cortes sentí la agresión como algo propio y, a la vez, mi tendencia insensata a la pregunta me puso en marcha en busca de una explicación: ¿por qué alguien conscientemente puede ser capaz de arrancar trozos de las raíces o de las ramas de un árbol semejante? ¿Aporta algo extraordinario a la cuestión el hecho de que el supuesto agresor sea una persona de Valladolid?

    Se me ocurren varios escenarios: una prueba de amor, que hay veces que se confunde eso que yo sería capaz de hacer para demostrarte mi amor con la estupidez más palmaria; una simple apuesta entre amigotes; un rito de paso para formar parte de una sociedad secreta pucelana —o almeriense, que vaya usted a saber—; un complejo negocio de adornos que se vendieran en una tienda exclusiva —corazones hechos con madera de tejo milenario que se ofreciesen a clientes advertidos junto a colgantes de canino de yacaré albino o pendientes de ámbar con alas de moscas antediluvianas en el interior— ; una obsesión con el mal, una voz que le diga en su interior a la persona que hace esto, que tiene que hacer daño, que tiene que dejar prueba del daño que ha hecho, que hacer sangrar es escapar a la muerte porque la sangre contiene toda la vida.

    Hace poco, al pasar por República Argentina, pude ver en el escaparate de un negocio vacío un anuncio que me conecta con esa parte oscura que descubro en mí. Si hubiera sido una carnicería, una pollería, una casquería, una charcutería, … Hasta si hubiese sido una tienda de ultramarinos o incluso una pastelería o una floristería, habría podido pensar en alguna relación comercial. Pero, no. La tienda estaba vacía y el anuncio me llegó desde ese vacío con un número de teléfono móvil y la frase que me hizo temblar: “necesito carnicero”. Te vas a reír de mí. Vas a decir que estoy fatal y que la cosa no tiene un pase, que es que en algún lugar hay una carnicería que necesita carnicero. Si por lo menos hubiera habido un “se”: “Se necesita carnicero”. “Se necesita carnicero para carnicería”. Todo eso me habría dejado más tranquilo. Pero ahí estaba ese “necesito”, esa urgencia personal y, desde mi punto de vista, para nada comercial.

    Necesito carnicero, necesito agresor de tejos milenarios, necesito sangre en general. Necesito vampiros especializados. El mundo parece siempre el mismo, pero eso es porque no lo miramos con atención, porque todo es siempre diferente. Nos sentimos seguros en nuestro vaivén cotidiano y no nos percatamos de que nos hemos rozado la camisa con quien se ha rozado la camisa con quien se ha rozado la camisa. Y así ad infinitum, o hasta que nos rozamos con el carnicero o con el del tejo milenario.